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Aprendiendo a servir, relato erótico

Aprendiendo a servir, relato erótico

Soy andaluza de origen mexicano, y vivo en una ciudad cuyo nombre me reservaré, por discreción. Puesto que todo lo que voy a contar es real.

Tengo 18 años, buen tipo, labios carnosos y estatura media. Busco trabajo en el mundo del flamenco, que es lo mío, como relaciones públicas, e incluso bailaora en un nivel medio. ¡Qué sé yo! Pero nada, no encuentro. Mami no trabaja, no tengo hermanos y con lo que gana papá vamos justitos. Por tanto, un buen día respondí a un anuncio de chica de limpieza. Todo sea por la economía familiar.

Hacía calor, así que me presenté en un vestido corto de fondo blanco  con flores de colorines. Sin tacones aparatosos, poco pintada y con el pelo suelto. Sencillita, pero mona.

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Me recibió la señora de la casa. Una cincuentona elegante, que de joven debió ser maravillosa. Con sus arruguitas interesantes, perfumada y arreglada, con complementos de primera, vestida de oscuro, conjuntada, teñida de rubio ceniza… Destacaba su mirada, porque expresaba una personalidad especial, cultura y nivel.

Me hizo pasar y me enseñó la casa, hablando de cositas banales. Era grande, pero no enorme, y de categoría. Me iba explicando mis obligaciones, tomándome del brazo, muy agradable. De momento no había nada especial, que yo no pudiese hacer. Su perfume me gustaba mucho, era muy femenino pero nada empalagoso.

De vuelta al salón, me miró de arriba abajo, con un descaro que no tenía nada que ver con la corrección de antes, y me soltó de sopetón:

– Pareces justo lo que queremos mi marido y yo. No tenemos hijos, por cierto.

Sonreí, humildemente. Ella siguió:

– Conque al grano, niña. Además de tus obligaciones con la casa, deberás tener sexo con mi marido. Cuando y como él quiera. Tiene 62 años, pero aún necesita. Y bastante. Y a mí ya apenas me apetece.

Alucinada, abrí mucho los ojos y tragué saliva. ¡No me lo podía creer!.

– Te pagaremos 1000 euros al mes, por estar de lunes a viernes todas las mañanas, de 9 a 1, con propinas cuando haya guarrerías. Y harás todo lo que se le antoje a mi marido, claro. En cuanto digas “eso no”, te ponemos en la calle, por supuesto.

Hablaba con autoridad, pero sin autoritarismo. Como una mujer que ha vivido, sabe lo que quiere, no debe dar explicaciones a nadie y no admite estupideces ni pérdidas de tiempo. Y tenía tanta clase que diciéndome esas barbaridades no había perdido categoría, ni encanto. Era una gran señora, una dama especial.

Se me acercó, captando mi turbación, y empezó a acariciarme las tetas. Con delicadeza, pero sensualmente.

– Te conviene este trabajo, cielo. Si lo rechazas, será una pena para todos. Y nada de contar por ahí nada de mi proposición, claro. Sería inútil.

– Es que yo… – apenas logré balbucir.

– Mi marido es el clásico viejo morboso. Una monada como tú es justo lo que necesita.

Asentí, entornando los ojos.

– Aprenderás mucho, además. Cositas que te servirán fuera de aquí. Con otros…

Suspiré, y ella continuó:

– Alguna vez os miraré. Para saber qué hacéis. Y ver lo guarra que eres, lógicamente.

Sin darme cuenta siquiera, volví a asentir. La señora añadió:

– Te compraremos un uniforme precioso, que te quede cortito y ceñido. Y siempre llevarás medias y lencería sexy, de las que encantan a los hombres. Eso a tu cargo.

Aquello no parecía real. No sabía si estaba soñando o no, jamás imaginé que iba a vivir una situación así. No sabía qué hacer ni cómo reaccionar. Pero me sorprendí a mí misma relamiéndome de gusto…

– Tendrás que estar siempre perfectamente maquillada y peinada – advirtió, mientras seguía tocándome las tetas con sabiduría. Obviamente, notaría mis pezones erguidos.

– Y así te verán también nuestros invitados. Nuestros amigos son gente de nivel. Y organizamos cenas. Ya me estoy imaginando cuando te vean…

Me sentí obligada a decir:

– Pero, usted no sabe…

Volvió a cortarme, y me dijo:

– Yo sé lo que sé, que es más de lo que puedes imaginar. Y tú ya lo sabes todo, corazón. No hay nada que preguntar.

– Yo…

– ¿Te interesa el trabajo… o no?

Asentí, cerrando los ojos por completo. Entonces ella metió su mano bajo mis bragas y empezó a sobar, comentando:

– Justo lo que esperaba. Perfectamente depilada.

Gemí, meneando. Era la primera vez que me tocaba otra…

– Y veo que te has humedecido mientras te hacía la oferta… – añadió, en mi oído.

Me manoseaba todo, de maravilla. Esa dama sabía tocar a una mujer, era primera clase en todo.

Pero no consintió que me corriera. Cuando notó que me faltaba poco, sacó su mano, bien pringosa, y me la dio a besar. Lo hice, encantada y servil.

Sonriendo, me miró a la cara y dijo con seguridad:

– Sabía yo que eras lo que necesitamos. Lo noté en cuanto te vi.

Volví a besar su mano, siguiendo un impulso. Ampliando su sonrisa, agregó:

– Empiezas este lunes. Y ese mismo día tendrás 300 euros de adelanto.

Y hablando con el aliento de forma que casi me derrito, me dijo al oído:

– Zorrita…

 

 

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