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CAMARERA DE HOTEL DEBIDAMENTE CASTIGADA

 

Era mi primer día de trabajo, tenía una ilusión enorme. Tras una entrevista breve, el director del único hotel de lujo de la ciudad me había contratado como camarera, para atender en los dos fastuosos salones. Un contrato provisional, pero bien pagado, que podría mejorar a los tres meses,  según cómo funcionara yo con los huéspedes, ricos y cosmopolitas.

Precisamente el director estaba hablando con un matrimonio de clientes cuando empecé mi turno, caminando sonriendo entre las mesas y sillones por si alguien deseaba algo, impecable con mi uniforme ajustado. Luego, observé que los acompañaba a un tresillo, el más bonito del salón, y me llamaba con un gesto, mientras ellos se acomodaban.

Me acerqué, dispuesta a mi primer servicio. Mis padres estaban encantados con que empezara a trabajar tan joven, acabo de cumplir los 18. Y mi novio también tenía mucha ilusión, él es ayudante en una pizzería.

– Marisa, atiende a los señores como se merecen. Son socios del hotel.

– Sí, señor Pereira – respondí, mientras él se marchaba.

El matrimonio se acababa de sentar. Él tendría al menos 70 años, pero ella no más de 50. Él vestía de modo correcto y formal, con traje, sin nada de particular. En cambio, ella era elegantísima, con su precioso vestido entallado, sus complementos imponentes, sus tacones finos… además parecía recién salida de la peluquería.

– ¿Desean los señores? – pregunté, inclinándome un poco. En ese momento advertí que se me desabrochó el segundo botón del uniforme. Tras unos segundos de vacilación, hice como si nada, me pareció mejor ignorar el incidente, aunque, como el primer botón ya lo llevaba desabrochado, por indicación de la gobernanta, seguro que enseñé mucho del sujetador. Y lo usaba calado.

El hombre no dijo nada, sonrió sin más. Pero la mujer se levantó automáticamente, muy seria, y me dijo:

– Ven conmigo a mi suite.

Obedecí al instante, lógicamente, aunque desconcertada, y, dejando al anciano sentado en el tresillo, caminé junto a la señora hasta la suite donde se hospedaban. Estaba en el mismo piso del salón, llegamos enseguida. Abrió la puerta y me hizo pasar. Era enorme, preciosa, no había visto yo las suites aún, sabía donde estaban sin más. Casi superaba en sus dimensiones al pisito donde convivo con mis padres y mi hermana pequeña.

La mujer me miró con dureza, de arriba abajo. De joven debió ser guapísima, pero era muy atractiva todavía, con sus líneas marcadas y sus arruguitas interesantes. Y se le notaba el estilo, este matrimonio era de nivel, nada de catetos con dinero.

– Yo creía que nuestro hotel era serio – soltó, mirándome con frialdad.

– Pero si yo…

– No te atrevas a replicar, estoy furiosa.

– Es que no…

– De buenas a primeras, vas y provocas a mi marido. Con lo que son los hombres, que se encienden enseguida!

– No fue culpa mía… el uniforme…

– ¡Silencio! ¿Sabes que si se lo pido al director te expulsan ahora mismo?

– Perdón, señora.

– Eso es otra cosa. Aprendes pronto.

– Gracias, señora.

En respuesta, ella sonrió ligeramente. Era distinguida y severa, pero no carecía de encanto, y su perfume era una maravilla.

– Bueno, niña, ¿sabes qué te va a pasar justo ahora?

– No, señora – respondí, intranquila.

– Primero, tira tus bragas a uno de los sillones – ordenó, eliminando de su rostro la sonrisa de antes.

Quedé perpleja, pero su mirada me advirtió que si me retrasaba en obedecer estaba despedida. Y entonces qué les decía yo a mis padres… Conque obedecí. Yo llevaba un tanga caladito y diminuto, a juego con el sujetador, estrenado para mi novio unos días antes.

– Ahora date la vuelta y reclínate sobre esa gran mesa.

Obedecí también, flipando. ¿Esto estaba pasando de verdad?

– Voy a dignarme a decirte lo que te va a pasar, y el motivo. No tengo por qué darte explicaciones, pero como parece que tienes cabeza lo haré.

– Sí, señora – musité.

– Voy a castigarte por provocar a mi marido en mi propia cara. ¿Correcto?

– Correcto – volví a musitar en mi humillante postura.

– Y lo haré con uno de sus cinturones – añadió, mientras supongo que tomó ese cinturón de un armario, por el ruido de una puerta al abrirse y sus taconeos al ir y volver, que yo oía a mi espalda.

– Súbete el uniforme todo lo posible y ábrete.

Obedecí sin pensarlo dos veces, reclinada sobre la mesa, ofreciendo mi intimidad.

– Así no. ¡Abrete del todo!

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Lo hice, a más no poder, con un escalofrío al sentir que la situación, en el fondo, me gustaba. Segundos después, sentí el primer correazo sobre mi culo.

– ¿Querías calentar a mi marido, sí o no?

– Sí, señora – respondí, elevando la voz.

Llegó un segundo correazo de inmediato, más fuerte que el anterior. Apreté los dientes y revolví un poco mi cuerpo, sin querer, y ella ordenó.

– Ni se te ocurra cerrarte.

Volví a abrirme todo lo posible, y llegó un tercer correazo. Gemí, pero ya sabía que no era solo por el dolor, había algo más en mi sentir.

– Y ahora, confiesa por qué querías calentar a mi marido.

– Porque soy una guarra, señora.

– ¡Exacto! – gritó entusiasmada, a la vez que zurró mi culo con más fuerza que antes, añadiendo:

– ¡Muy bien dicho!

Y volvió a azotar mis nalgas, yo creo que con todas sus fuerzas, varias veces, gracias al júbilo que sintió por mi explicación.

Tragué saliva, jadeando, ya entendía perfectamente la situación, mi sitio.

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– Tú vales – afirmó en voz baja, parando unos segundos para descansar. Después, volvió a reunir toda su energía para un correazo más.

No pude reprimir un grito, esta vez. Pero continué del todo abierta, sosteniéndome sobre mis tacones, con el pecho y la cara sobre la mesa.

De repente, la mujer tiró el cinturón al suelo, se acercó y comenzó a acariciarme el culo, ardiente del dolor, con ambas manos. Oía su respiración, sus jadeos, estaba agitada y dichosa.

– Las niñas de hoy tenéis muchas virtudes. Pero necesitáis disciplina.

Entre gemidos, respondí:

– Sí, señora.

Ella siguió acariciando mis nalgas, pero solo con la mano izquierda. Con la derecha empezó a tocar mi tesorito, comentando:

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– Qué jugosita… Sabía yo que esto te iba a humedecer…

Menée, jadeando, y ella comenzó a meterme un dedo, mientras decía…

– Aún estás bastante cerradita…

Elevé las caderas todo lo que pude, descaradamente. Nunca me había tocado una mujer… La señora comentó:

– Pensé que estarías más follada…

Suspiré. Me acercaba al orgasmo…

– Con lo puta que me pareciste en el salón…

A continuación, sacó ese dedo que no llegó a introducir a fondo, y me susurró al oído:

– De correrte nada, golfa. El nuestro es un hotel decente.

Meneando más y gimiendo como gatita en celo, con los ojos entornados, tragué saliva por la frustración. Satisfecha por ello, la señora dijo:

– Date la vuelta y lame mis dedos que han sobado tu chichi de putita. Hasta dejarlos bien limpios.

Obedecí de inmediato, en pie, mientras mi vestido volvía a caer sobre mi cuerpo y sin atreverme a mirarle la cara. Procediendo despacio, melosa, sumisa. Me encantó el tono con que me dijo:

– Perfecto. Ahora vuelve a tu trabajo, sin lavarte y sin bragas.

– Sí, señora – respondí, comenzando a moverme.

– Espera, monada. Yo a las camareras siempre les doy propina.

Rebuscando en el bolso que había dejado al lado, me dio todas las monedas que encontró.

– Muchas gracias, señora – agradecí, con una inclinación de cabeza y antes de dirigirme a la puerta. Cuando tenía el picaporte en la mano, ella dijo a mi espalda:

– ¿Es todo lo que se te ocurre decirme? No me decepciones ahora…

– Gracias por un castigo tan merecido, señora – dije, sin girarme y agachando un poco la cabeza.

– ¡Eres perfecta, niña!. Ya puedes marcharte.

Cuando estaba empezando a salir de la suite, oí que añadía:

– Vamos a estar diez días más en el hotel.

Suspirando de satisfacción, me detuve unos segundos. Y ella me despidió con esta información:

– Luego enseñaré tus bragas a mi marido, a ver qué opina.

Volví al salón sonriendo, mirando a todas partes encantada, con las nalgas ardiendo y la almejita pringosa. Como primer día de trabajo, creo que no estaba mal.

 

 

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