Chica joven con hombre mayor

Trabajo sin trabajo, relato erótico

En una entrevista de trabajo, frustrada como todas las mías, el jefe quedó encantado conmigo. No podía darme el empleo, porque me faltaba inglés. Pero le interesaban mis ingles… ¿Chiste fácil? Pues no digo que no. Pero es la pura verdad. Y no sé por qué he dicho antes que la entrevista de trabajo fue frustrada, porque trabajo sí que encontré. Aunque no el que yo esperaba.

Su primera propuesta, por e-mail, fue invitarme a cenar. Más adelante, pero no mucho después, ya me sugirió que tras la cena, en su coche, yo podría dejarme sobar. Todo lo que él quisiera. Para eso, debía llevar lencería sexy. Morreos con lengua incluidos, claro. Pero me pagaría, claro. Doscientos euros. Tal vez con propina.

Me hice la decente durante un par de semanas, pero él insistía. Le había dejado una gran impresión, desde luego. Tiene 60 y pocos años, está divorciado y gana bien. Y ante una jovencita sensual y estilosa como yo, se derritió. Y se empalmó, claro. En cuanto a las famosas ingles, en la cuarta respuesta a sus correos le comenté que estoy totalmente depilada, por laser. Para que insistiera, por supuesto.

Finalmente, subió la remuneración a 250. Y acepté, pero pidiéndole discreción y todo eso. No podía seguir negándome, vivo a solas con mi madre, y no tenemos más ingresos que su pensión. Menos mal que la hipoteca está pagada desde hace varios años.

Además, no me desagradaba tanto la idea. Y las condiciones eran más que aceptables. Una es un bombón de lujo, modestia aparte.
Eso sí, le dije que de morreos nada, y que podía mirar todo lo que quisiera pero tocar solo por encima de la lencería. Nada de meter la mano, de ninguna manera. Por mucho que se calentara.
Aceptó.

La cena transcurrió muy bien. El sitio era elegante y con intimidad, y hablamos sobre todo de flamenco, que es el sector al que pertenece él y donde quisiera entrar yo. Gastó sin reparar en precios, y culminamos la cena con el chupito de rigor.

Eso sí, me devoraba con la mirada durante todo el rato, comiendo o charlando. Y yo respondía con mi actitud. O sea sin desvergüenza, pero coqueta.

No rechacé que me tocara un poco una pierna, por debajo de la mesa, en el momento de los chupitos. Así descubrió que llevaba liguero, sus manos se perdieron un ratito acariciando las medias, por supuesto de rejilla, y las ligas. Se empalmó, claramente. Y excitado por mi compañía y sofocado por lo que había bebido, parecía aún más viejo de lo que es. La pura arruga, en la cara y en las manos.

Apenas subir al coche, arrancó y enseguida encontró un sitio de lo más discreto para aparcar. Condujo en silencio, pero de vez en cuando me miraba y sonreía.

Cuando nos paramos, no perdió el tiempo y empezó a acariciarme. Con suavidad, en plan fino. Las piernas ante todo, las caderas también. Y las tetas poco después.

Yo llevaba un vestido de primavera muy bonito, combinando negro y azul, con bastante escote y el dobladillo por encima de las rodillas. Apropiado para la primavera andaluza.
Tocaba y tocaba. Y yo le miraba, insinuante, invitándole a seguir. Mis pezones empezaban a endurecerse. Tan mal no lo hacía, el viejo.
Me acercó el dedo índice a la boca, y lo besuqueé y lo lamí, pero sin llegar a chuparlo. Y siguió tocando. Pero ya no acariciaba, ahora sobaba. Yo respondía meneando, bastante, y gimiendo, un poco.

Se agitaba cada vez más, su boca estaba junto a la mía, sentía su aliento oliendo a vino tinto y chupito… Con que me recliné hacia atrás, con la espalda contra la puerta y me levanté el vestido. Para que viera bien… eso que deseaba tanto. No me había puesto tanga, sino tanguita. Y caladito… Y el viejo no podía apartar la mirada de ahí.

Menée un poco y le pregunté…
– ¿Te gusta lo que ves?Asintió, nerviosísimo. Creo que babeó un poco también, pero en penumbras no podía distinguirlo…

Me acaricié suavemente con la mano derecha, por encima del tanguita, mientras le decía…
– No puedes verlo… del todo…
Y con la izquierda me iba tocando las tetas, con el vestido bajado hasta mi cintura.

Mi sujetador hacía juego con el tanguita. Calado, de color azul claro.
El pantalón parecía que le iba a estallar. Pero no se sacaba la polla. Se llevaba las manos a las sienes, al pelo canoso sin volumen, temblaba como si fuera invierno. Había captado que ya no podía sobar más, solo mirar.

Meneé más, como si tuviera un buen rabo dentro. Y él susurró:
– Trátame de usted…
– ¿Le gusta esta chavalita, señor Pérez?

Aquello le encantó a más no poder, los ojos se la salían de las órbitas.
– Así, así…
– ¿No le apetece insultarme?
– Yo…
– No merezco que me llame eso…
– ¡Puta!
– Sí, sí…

Admití, mientras me metía la mano bajo el tanguita… buscando mi agujerito… sin dejar de mirarle. Lo encontré enseguida, bien abierto.
Fue demasiado para él. Exclamó:
– ¡¡Zorra!!
Mientras se corría sin tocarse. En los calzoncillos, en los pantalones.
Conforme se iba calmando, dejé de tocarme, me ajusté la ropa y me atusé un poco.
En silencio, sabiendo que estaba húmeda.

Tras relajarse, en silencio, condujo deprisa y me llevó hasta mi portal. A esa hora, llegamos enseguida.
Antes de bajarme, y sin que yo le recordase nada, me dio tres billetes de 100. Los acepté con una sonrisa, en silencio también.

Antes de desaparecer, me preguntó:
– ¿Puedo escribirte mañana?Respondí, relamiéndome:
– Por supuesto, señor Pérez.
Y entré en mi portal.

Empapada, y satisfecha de la experiencia.
A ver qué me propone mañana. Y si no se le ocurre nada, ya se me ocurrirá a mí. Ya tengo trabajo. Y me encanta.

Ya veremos qué cuento a mamá acerca de dónde sale esta aportación a la economía casera.

 

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